Tu padre te
bendijo con su oficio
por darte lo más
noble que podía
e hiciste, junto
a él, peluquería,
temprano, de tu
vida en los inicios.
Ahora, veterano
en el servicio,
contáme de las
épocas lejanas,
del jopo, de la
media americana,
la raya, la
romana, la navaja,
si el largo de patilla
sube o baja
o el bravo remolino
no se aplana.
Vivaces, con
metálicos destellos,
seguras de su
rápida destreza,
tus manos
sobrevuelan mi cabeza
y dejan una
alfombra de cabellos.
Sos ángel de los fígaros
aquellos
que entienden de
tijeras el sonido
y tocan su
concierto de chasquidos,
girando en una
danza creadora,
que veo en mis
imágenes de otrora
y escucho en las
nostalgias de mi oído.
De pibe, pelo
oscuro y apretado,
fui amigo de tu
peine y tu tijera.
Después lucí tu
corte en mi carrera
y aún te doy mi
testa, ya graduado.
Y sé que en un
local imaginado,
mirando en los
espejos de un mañana,
veré tus manos
hábiles y ancianas
cortándome, mi
fígaro querido,
mis sienes sin el
pelo renegrido
y el piso tapizado
con mis canas.