Estábamos solos,
“a la hora de las reflexiones,” como ironizaba ella. Y empezó a decirme:
“¿Te pusiste a pensar
que a menudo hacemos algo por última vez, sin saberlo? Por ejemplo, un día
vamos en bicicleta sin sospechar que, en toda nuestra vida, ya no habrá otro
momento en que volvamos a pedalear en dos ruedas. O visitamos un sitio,
desconociendo que nunca retornaremos. O la muerte de un amigo nos hace ver que,
en nuestro último encuentro con él, hubo una despedida no advertida. Y así vamos
atravesando finales, epílogos, circunstancias que jamás se repetirán en
nuestras vidas, pero, en muchos casos, sin que vislumbremos el definitivo
designio de lo que ya no volverá a ser.”
Le respondí: “Sí,
pero es mejor así, es preferible no saber cuándo es la última vez de todo.”
Ella miró el
reloj y se despidió con un beso. Supe, no sé por qué, que era el último.